Ese irritante kibitzer
Dicen los chinos que el principio de la sabiduría radica en dar a las cosas el nombre apropiado, y algo de razón deben de tener porque es darle el nombre a una situación (de manera que podamos referirnos a ella sin tener que desglosar una retahíla de explicaciones y detalles) para que comience a crearse bibliografía y a generarse opinión en torno al hecho recién bautizado hasta quedar asentado en el imaginario colectivo.
Dejadme que os diga que todos hemos sido alguna vez un kibitzer en algún momento de nuestra vida de forma espontánea, pero los hay recalcitrantes y contumaces capaces de acabar amargando la tarde a uno. Los tenéis por todas partes… Pero te estarás preguntando, ¿qué es un kibitzer?
Un kibitzer es un mirón que siempre da consejos que nadie le ha pedido.
Los hay en la vía pública y los hay en los campos de deportes, pero por alguna desdichada razón en los juegos de mesa abundan. He conocido a un jugador de ajedrez (que no lo hace nada mal) que es insufrible cuando se te adosa como espectador. Comienza a bufar si no haces la jugada que él está viendo y protesta diciendo «¡pero hombre, hombre, hombre!» y «no hombre, no» haciendo gestos y dando cabezadas, y cuando la partida se traba ya no se contiene y hasta mete la mano para moverte las piezas como con mala leche, enfadado. Si tú ya eres un jugador de ajedrez del montón, con aquel tipo resoplando por encima de tu hombro comienzas a jugar peor, a no poder concentrarte, e incluso juegas mal adrede para ver si la partida termina pronto y el kibitzer se va con viento fresco.
Sabía de otro que daba igual a lo que jugaras y él supiera o viera el juego por primera vez: llegaba, miraba un poco, creía entender la mecánica de lo que se jugaba y acababa jugando él por el alma que acababa de alienar. Y si le decían que se callara se ofendía y te recriminaba «yo sólo quería ayudar».
Los hay también entrañables, que siempre se acercan con una sonrisa en la boca y se sientan a tu lado para comenzar a sugerirte lo que tienes que jugar; pero momentos después se toman la molestia de cogerte de la mano la carta que quieren que juegues y comienzan a hablar en segunda persona del plural con una risita nerviosa: «vamos ganando», «ya le tenemos» o «vamos a dejar que juegue a ver qué echa». Entrañable kibitzer, pero igualmente insufrible.
Hace muuuchos años —tantos que a veces pienso que fue en otra vida— conocí a un par de semigenios del ajedrez. Uno era blanco y el otro negro, y del negro sé que jugó alguna vez en el prestigioso torneo de San Sebastián. El caso es que se reunían a jugar en una cafetería de esas que en cada baldosa y en cada esquina hay un pedacito de historia. Aquellos dos tipos, cansados de los mirones que eran incapaces de permanecer callados (kibitzer), jugaban a lo que llamaban el ajedrez del loco. Se trataba de coger las piezas de la caja al tuntún, y sin mirar las colocaban donde cayesen. Cada pieza obtenía el valor del escaque donde caía. Comenzaban la partida y por mucho que se enmarañase recordaban perfectamente qué pieza era qué. Imaginaos al kibitzer que llegaba con la partida empezada; el caos que encontraba sobre el tablero y a aquellos dos moviendo un rey como un peón, una dama que saltaba como un caballo, un alfil que se desplazaba como una torre para dar jaque a otro alfil… Yo creo que les gustaba provocar, y se lo pasaban muy bien asistiendo a las expresiones de los mirones que se alejaban sin entender nada. El culmen de su gozo se daba cuando cogían las piezas sin tener en cuenta el color; cogieran la pieza que cogieran siempre la colocaban en campo propio. Indefectiblemente los mirones se alejaban murmurando entre dientes: «estos están locos».
Sobre los hoy llamados kibitzer, recuerdo que en mi barrio decíamos aquello de «los mirones son mudos y el que hable paga una ronda». Ni dios abría la boca para dar consejos; ¡ni aunque se los pidieran!